14 enero 2005

Relato número cinco: Los perros lo tinene más fácil

El parque del centro no era el que más beneficios producía, pero era el que más le gustaba a Iván. Parecía como si allí apreciaran su arte más que en otros sitios, si es que la gente de la calle se pudiera plantear que lo que un mimo hacía era arte.

En una mano, los guantes aún por colocar. En la otra, el cesto con unas monedas reclutadas de la colecta del día anterior. Lo de restos es solo un decir; el día anterior aquello era todo lo que había recibido a cambio de su no-espectáculo. Eran ya casi las doce, asi que Iván iba hoy bastante tarde. Solía llegar al parque a las once, para estar subido en el cajón y listo a las doce, pero hoy se había entretenido más de la cuenta bajando al perro. Al parecer, los perros también tienen sus instintos sexuales bastante desarrollados, y la aparición de la Terrier del segundo no lo había dejado indiferente. Lo que la semana pasada había quedado en un mero acercamiento, hoy se había convertido en un acoso en toda regla. Por suerte o por desgracia su perro había ido pareciéndose tanto a él a lo largo de estos años que hasta compartían las ganas de sexo, aunque su deseo se orientaba a especies diferentes.

Ojalá para mí con esa chica todo fuera tan fácil como lo es para ti con Kika —Dijo Iván. Tan solo olisquear un poco, montarla y a follar como leones. Además, por lo menos tú puedes comunicarte….

Iván tenía claro que ese día no le iba a sacar de pobre; a medida que se iba acercando a su lugar habitual, iba observando a la gente que en ese momento poblaba el recinto. Viejas mironas, niños de la mano de sus padres, indigentes durmiendo al sol, parejas empalagosas con ojos solo para sus parejas… Ni rastro de potenciales clientes. A pesar de todo, a las doce en punto llegó al segundo banco desde la entrada, el lugar donde solía colocarse. Le daba una vista perfecta de todos los que entraban al parque. Cogió su caja de estricto color negro, la colocó entre los dos bancos, en el centro exacto. A continuación, sacó su neceser y extrajo la pintura blanca. Primero puso una gran cantidad sobre sus mofletes, y a continuación comenzó a extenderla con las dos manos. Utilizando el reverso de un CD como espejo improvisado, acabó cubriendo su cara de maquillaje blanco. Después, un lápiz de ojos de color negro le sirvió para perfilarse los bordes de sus ojos y labios, y para dibujar alguna que otra lágrima en el ojo derecho. Guardó después todos los avalorios utilizados y comenzó a colocarse los guantes: en primer lugar el izquierdo y después el derecho. Para cuando había terminado eran las doce y veinticinco del mediodía…. Unas horas menos de sueldo.

A las 15:30, parón para comer. Ella no había aparecido, y para más NRI, el bocadillo que había traído no tenía calidad suficiente para alcanzar siquiera esa categoría. Iván hjabía comentado alguna vez entre sus amigos lo poco reconocido que estaba el esfuerzo que hacía un mimo por comerse un bocadillo sin perder el maquillaje. De grandes injusticias estaba el mundo lleno, ya se sabe. Y así, entre pensamiento lúcido y pensamiento absurdo, transcurría el tiempo para él. Hasta que de pronto, a lo lejos, la imagen: se trataba de ella, sin duda. A pesar de que estaba a unos cien metros de distancia, eran sus ojos. Nadie le había mirado como ella en toda su vida, y eso no se olvida por muchos kilómetros que haya entre un ojo y otro ojo. Rápidamente, se incorporó como pudo pero sin perder en ningún momento la compostura de mimo. Tiró el bocadillo a las ratas aladas que se encontraban rodeándole desde que vieron el papel de plata que lo envolvía y se limpió la boca con los guantes que le cubrían las manos. Haciendo como que representaba su número, se fue acercando con parsimonia a su cajón, que las palomas habían cagado, pues esa es su misión en la vida y ellas son muy bien cumplidas. Se subió como pudo al cajón cagado, no sin antes sacar de su bolsillo el papelito que tenía la llave de su futuro amoroso. Colocó la carta que le había escrito, con su número de teléfono en el sombrero, esperando que, como cada día, ella se quedara mirándole un buen rato. Pero claro, ¿cómo desviar la atención de la chica hacia el sombrero cuando lo más seguro es que si miraba sólo lo hiciera durante unos segundos, el tiempo exacto de echar las monedas?

—Ya se me ocurrirá algo — dijo Iván.

Poco a poco, la chica se iba acercando e Iván tomaba su postura habitual. Para cuando sabía que ella le podía ver, Iván ya había ensayado dos veces el número que pensaba realizar: el de siempre, el que a ella le gustaba. Cien metros, setenta y cinco metros, cincuenta metros, veinticinco metros…. y vino la paloma. Putas palomas que siempre están en los momentos cruciales de su vida. A un niño que pasaba se le cayó al suelo un paquete de palomitas, con lo que la paloma, ansiosa por comer todo aquello que es atraído hacia el suelo por la fuerza de la gravedad, se acercó revoloteando hacia el sombrero.

La situación actual era: ella a tres escasos metros de Iván, la paloma engullendo las palomitas y el papel volando diez metros más allá. Las consecuencias inmediatas serían: ella no podría leer la carta de amor, Iván no podría hablarle porque los mimos no hablan, y menos en horas de trabajo, y la paloma habría comido por tres días. Por primera vez, y a pesar de que su cara expresaba el odio que en ese momento sentía hacia las palomas en particular y, por ende, a todo animal alado, pensó en pedirles ayuda. Pero bueno, la inteligencia de las palomas no daba para más y como era de esperar, no interpretaron correctamente sus aspavientos. Al contrario, se dedicaron a asustarse y lanzarse contra la chica, a la que este nuevo número no le estaba gustando demasiado. Con todo, consiguió que la chica se alejara cada vez más del círculo imaginario que los rodeaba. Primero hacia un lado, y luego hacia el lado contrario, donde estaba la nota. La chica, al ver el papel en el suelo, lo pisó con el pie derecho. Dubitativa entre agacharse o no, al final optó por hacerlo, cogiendo el papel y huyendo intentando disimular la vergüenza que seguramente sentía, como quien coge un billete del suelo que no le pertenece.

Al final no lo llamó. Resultó que el papel sólo estuvo en poder de la chica durante unos segundos. Quizás pensó que se trataba de la carta de algún depravado, y se deshizo de él. Pero Iván no la vio tirarlo, y todavía continúa esperando, rodeado de palomas.

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