18 octubre 2004

Relato número tres: Normalidad Aparente

Cada día me levantaba una hora mas tarde que él; para esa hora del dia, él ya estaba física y psicológicamente preparado para afrontar el día más bullicioso y cansado que se pudiera imaginar. Pero a qué precio…

Compartir piso con él y empezar a conocerle fue todo uno. Al principio, sus manías y perfeccionismos me hacían gracia, sobre todo porque se había convertido en una persona a imitar; llegaba a tener tal control sobre toda su vida que el verme reflejado en él hacía que mi vida pareciera un desastre organizativo. Poco después esa idea fue dándose la vuelta hasta llegar al extremo opuesto: en ningún caso mi vida era la cruz de la moneda, sino que la suya era la verdadera cruz para él.

La convivencia a su lado hizo que fijarme en sus manías y perfeccionismos no supusiera ningún esfuerzo; a diario podría realizar mas de 100 cosas “a su manera”, y como sólo él podía hacer. A mí solo me quedaba observarle y sorprenderme.

El día, para él, se dividía en tres secciones: pre-mañana, mañana y tarde. Cada una de esas secciones debía estar perfectamente organizada y calculada desde el día anterior. Lo más curioso es que no necesitaba ningún tipo de soporte para llevarlo a cabo, como pudiera ser una agenda, sino que su cabeza permanecía perfectamente estructurada y organizada con toda su planificación. Cualquier imprevisto en ese plan le hacía sentirse desubicado, frustrado y le ponía bastante nervioso. Yo me aprovechaba de esa situación para ver hasta que punto podía llegar en su nerviosismo, y cuan importante era para él realizar todo aquello que tenía planificado y en el orden previsto.

Un día, aprovechando no se qué situación de desconcierto para él, me senté con él para intentar tranquilizarle. Por supuesto no lo conseguí, pero si entendí que él era consciente de su problema. Tras una larga conversación, me reveló con detalle su rutina diaria y los perfeccionismos y manías que la acompañaban.

A las 6.30 sonaba el despertador; no cualquiera, sino SU despertador. Había rechazado tres antes de decidirse por el que tenía ya que el leve tic-tac que producían los anteriores no le permitía conciliar el sueño. Tras apagarlo inmediatamente, se levantaba y se colocaba las zapatillas que la noche anterior había colocado justo en el punto en que sabía que sus pies tocarían el suelo al incorporarse. A continuación, al baño, donde procedía al lavado de dientes, que se producía antes y después del desayuno. A pesar de que faltaban horas para salir, procedía a peinarse con toda parsimonia, con el objetivo de eliminar cualquier pista que hiciera sospechar que minutos antes estaba durmiendo.

El desayuno era lo menos novedoso en su rutina diario. Desde hacia cinco años venia desayunando lo mismo. Un par de tostadas de su marca de pan favorita (que disponía en el tostador durante 1,35 minutos exactos) y un café con leche, en proporción 50/50. Dos cucharadas de azúcar medidas con una cuchara que abarcaba un volumen de azúcar superior al normal.

Una vez tomado el desayuno, al que no dedicaba por sistema mas de 10 minutos, procedía al estudio de sus asignaturas. Para ello, su habitación estaba visualmente preparada para ello. Lo primero que hacía era encender una barrita de incienso para crear el ambiente de estudio. Preparaba el flexo alumbrando directamente al atril sujeta libros, y se preparaba su arsenal de bolígrafos, lápices y fluorescentes que usaba con minuciosa exactitud: el bolígrafo para escribir esquemas, el lápiz para subrayar y los fluorescentes para rodear palabras a recordar. El tiempo también estaba presente; había colocado 4 relojes distribuidos a lo largo de la estancia para poder ver la hora mirara a norte, sur, este u oeste. Ni que decir tiene que estos relojes estaban perfectamente coordinados. Cada hora, 15 minutos de descanso visual. Así hasta la hora de la comida.

A la hora de cocinar, tan sólo tenía que combinar todos los alimentos que había ido posicionando en la cocina en alguno de los descansos realizados durante su tiempo de estudio. A veces, preparaba todo con tal minuciosidad que sólo tenía que colocar en la olla todos los contenidos de los diferentes recipientes. No dejaba nada a la improvisación, y la comida no iba a ser menos. Una vez cocinada, la servía en un plato especial, que sólo él utilizaba. Al igual que los cubiertos, exclusivos y de su propiedad.

Verlo comer era todo un espectáculo. Una vez que él me contó el proceso, le observé, y pude comprobar con asombro cómo seguía las normas que él mismo se había impuesto. Si la comida llevaba guarnición, en todo momento una pieza de carne o pescado iba acompañada de su correspondiente guarnición. Nunca comía dicha guarnición de manera individual, sino solo como acompañamiento. En caso de finalizar con la carne o el pescado si, pero nunca antes. A cada bocado le acompañaba religiosamente un trago de agua. De manera que su rutina era: carne-guarnición-pan-sorbo de agua. Siempre igual. Todos los días. Desde hacía cinco años.

También me habló de los momentos en que salía a la calle: sólo pasaba por determinados lugares, algunas calles estaban prohibidas: las que no tenían lozas de colores que le permitieran dar cada paso en una loza diferente. Llegaba a dar verdaderos rodeos que a veces hacían el trayecto dos veces más largo de lo normal. O de cuando le tocaba subir a un ascensor acompañado: aguantaba la respiración hasta el final del trayecto, por no respirar y aspirar cualquier tipo de virus.

Ahora que todo ha pasado siento que el final de esa conversación hubiera sido el momento perfecto para ofrecerle mi ayuda. Ni yo lo hice ni creo que él la hubiera aceptado. Pero el caso es que tras leer la carta que me dejó, ví como a su manera, no hacía otra cosa más que pedirme ayuda, sólo que hacerlo de una manera directa hubiera sido salirse de su plan establecido; me di cuenta de que éste no solo había abarcado a su rutina diaria, sino que su tela de araña también se había extendido sobre su forma de ser, pensar y actuar.

Me sorprendió descubrir como todo aquel control sobre su vida no era más que el último esfuerzo que realizaba por salvar aquel barco. Sólo confiaba en él mismo y a él confió aquella tarea. A pesar de no haberlo conseguido, y por más cosas buenas que me dejara durante nuestra amistad, sólo consigo recordarle a través de sus perfeccionismos y manías; ahora soy yo el que no respira en los ascensores ni pisa aceras que no contengan colores, y sólo se permite el lujo de comerse la guarnición cuando ya no existe nada que acompañar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues chico, yo lo leo y lo leo y no me da la sensación de que esta sin acabar.

No se...sería un puntito si el que cuenta el relato habría matado al compañero de piso maniático y estuviese narrando la historia desde la escena del crimen.

Pero ya te digo, que así esta perfecto.

ineXpresiva

Anónimo dijo...

Pues chico, yo lo leo y lo leo y no me da la sensación de que esta sin acabar.

No se...sería un puntito si el que cuenta el relato habría matado al compañero de piso maniático y estuviese narrando la historia desde la escena del crimen.

Pero ya te digo, que así esta perfecto.

ineXpresiva